Aquí en Montevideo, vivo en un barrio de esos que son “peligrosos”, dónde te pueden robar, cagar a palos, matar y una larga lista de otros atentados hacia cualquier persona que vaya boludeando por la calle con cara de galleta. En la esquina de la cuadra en donde vivo, hay un chico al que le llamamos “El ventana”. Debe tener unos 20 años y 25 kilos de mugre, no conoce el agua ni el jabón, si conoce el vino suelto y la pasta base. El mote se lo puso un amigo al faltarle los dientes frontales. Digamos que este chico tiene fama de “malo”, traducción: si no le das una moneda o un pucho te caga a fierrazos, en fin, un tipo al que no le gusta el egoísmo.
Hace varios días que viene amenazando a mi vieja (gravísimo error) con que si no le da algo de plata, le (nos) va a robar la casa. Nadie cree esas amenazas, pero...
Yo soy un tipo tranquilo, casi no hablo, no me meto con nadie, en fin, una ameba con una locura interna oculta: odio a todo el mundo por igual, pero lo disimulo a la perfección. El problema que tengo es que me guardo todo la frustración diaria, que luego descargo tomandome algún que otro alcohol (no todos los días, no soy borracho, aunque sí supe serlo) o escuchando algo de black metal alucinando con estar en otra sintonía, en otro mundo oscuro de luna llena e inviernos congelantes, que obviamente sólo existe en mi cabeza. Pero hay cosas que me hacen ver el lado más siniestro que tengo, y no mido consecuencias, me convierto en un autómata sin sentimientos. Cuando veo que algo me afecta en ese sentido, más cuando se meten con mi familia, me “convierto”, diría una amiga que me trata de loco (y con razón).
Resulta que el querido y pintoresco “ventana”, volvió a amenazar a mi vieja, pero eligió un día equivocado para hacerlo. Un día de esos que todos conocemos (y que nos los recuerdan las personas que “nos” padecen). Ese día estaba estancado en un mal humor que se que sólo yo puedo tener. Cuando me pongo “fiero”, alejate o te deprimo, te dejo vacío. Recuerdo ver a mi vieja llegar toda asustada con la “chismosa” bajo el brazo diciendo: “El de la esquina me gritó y me agarró del brazo para que le diera plata”. Luego de discusiones que derivaban en: “hay que llamar a la policía”, “No! Lo sueltan enseguida y la pagamos nosotros”, me cansé.
Ahi fue cuando me asuste, pero no de la situación, sino de mi mismo. Como en una película yanqui de adolescentes perturbados, o propio de Columbine, camine hacia a mi cuarto y automáticamente comencé una especie de ritual de novela policial psicológica: Me puse los championes a la velocidad de la luz, agarre mi Steel Blade 25 Prestige (traducción: un puñal malayo dentado que me regalo mi abuelo como “souvenir” cuando salgo a matar... digo... a cazar en Durazno) y salí disparado por la puerta de mi casa como un “Rambo urbano”. Ahora que trato de recordar como estaba mentalmente cuando hice el recorrido de mi casa a la esquina, no puedo, estaba en blanco totalmente, sacado, ciego, “encendido”. Lo ví en la esquina, estaba apoyado en el murito mirando peatones a los cuales manguearle alguna moneda o puchito. Nunca le saqué la vista de encima, lo tenía entre los ojos. Me acerque fugazmente por su lado derecho y sin mediar palabra, lo agarre del brazo, me di cuenta que era piel y hueso. Automáticamente el “amigo ventana” me profirió: “que haces puto, arranca o te parto la concha de tu vieja” (justo... la vieja). No había visto el puñal. Forcejeamos, me acestó una (buena) trompada en el pecho, pero no la sentí, estaba sacado, estaba en ese mundo de inviernos y lunas. Al alejarnos unos dos metros, levante la mano en la cual tenía mi Steel Blade 25 Prestige. La vió y empezó a pedir perdón por cualquier cosa que hubiera hecho, era demasiado tarde. Me acerqué, lo agarre de la ropa y de manera automática le acesté dos puntazos en el hombro, gritó. Sentí su sangre caliente en mi mano, cayó al suelo. Me abalancé sobre él y repetidamente comencé a apuñalarlo en su cuello, quedó inconciente. El sonido del ahogo en su propia sangre me reconfortó, me alegró. La sangre salpicó mi cara por última vez. Su cabeza apenas estaba unida a su cuerpo, estaba muerto, me sentí liberado, en otra sintonía, en un mundo de bosques y lobos. Regresé a mi casa, me encerré en mi cuarto y me fuí a otro mundo en mi cabeza.
Nicolás Olivera.
Ese cuento lo escribí el 23 de diciembre del año pasado, fue mi regalo de navidad a mis amigos del barrio (bien recibido por algunos, mal recibido por otros). El “ventana” existió realmente. “Aterrorizó” durante unos meses el barrio, luego intentando “escalar” una casa de alto para robar se cayó sobre un árbol. Según dicen, una rama le perforó el intestino y murió. Pero en realidad nadie sabe como terminó.
Saludos.
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